Consideramos
interesante retomar la equiparación que Marrou realiza entre el amor sáfico y
el amor pederástico platónico para justificar que nada tienen que ver el uno
con el otro e iniciar así nuestra explicación:
El
amor sáfico no ha experimentado aún en ella la trasposición metafísica que la
pederastia sufrirá en Platón, convertida en una aspiración del alma hacia la
Idea: sólo es, todavía, una pasión humana, ardiente, frenética. (Marrou, 1985, 56)
Este
amor lésbico se ve como un reflejo divino en la naturaleza humana y no como
algo obsceno, caracterizando así toda su lírica. Al igual que los ideales de
belleza del momento, Safo recurre a las características físicas y morales de
tres de las diosas del Olimpo: Afrodita, Artemis y Atenea para definir las
formas corporales a las que respondería toda mujer del momento.
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El
tipo Afrodita sería una mujer pasional y sensitiva en la que predominarían los
sentimientos, el deseo, el gozo y el amor. El tipo Artemis se caracterizaría
por un predominio de los afectos; mientras que el tipo Atenea sería más
intelectivo, un sentimiento amoroso más intelectualizado. Sensibilidad, energía
e inteligencia eran, por tanto, los rasgos que debían combinarse a la
perfección en toda mujer que fuese apta para este amor lésbico y que, parece
ser, Safo lo cumplía a la perfección.
Conocemos
el nombre de algunas de sus amadas a través de las odas que les dedicó,
normalmente, antes de que abandonasen la escuela para contraer matrimonio: Anágora, Eunica, Gongila, Eranna,
Telesipa, Andrómeda, Megara, Gorgo... pero su alumna favorita siempre fue
Atthis, a quien dedicó El Adiós a Atthis:
Vete tranquila.
No te olvides de mí porque sabes, debes saber, que
yo estaré siempre a tu lado.
Y si no quieres saberlo, te recordaré lo que tú
olvidas:
muchas horas felices pasamos juntas;
han sido muchas las coronas de violetas, de rosas,
de flor de azafrán
y ramos de eneldo que junto a mí te ceñiste.
Han sido muchas las veces que bálsamo de mirra y
regio ungüento,
derramaste sobre mi cabeza. Yo no podré olvidarlo y
tú, tampoco.
Igual a los dioses me parece el hombre dichoso que
te abraza
y te oye en silencio con tu voz de plata y tu
sonrisa risueña…
Cuán cara y hermosa era la vida que vivimos juntas.
Pues entonces, con guirnaldas de violetas y dulces
rosas cubrías junto a mí tus rizos, ondeantes.
Y con abundantes aromas preciosos y exquisitos
ungías tu piel fresca y joven en mi regazo y no había colina ni arroyo ni lugar
sagrado que no visitáramos danzando…
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